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Saigon
Al viajero llama la atención tres retratos de esa ciudad vietnamita, que ahora se llama Ho Chi Minh. Ante todo, los cables negros forman una techumbre en las calles, como enredadera sin flores. Luego el enjambre de miles de motocicletas, en ambas direcciones, que por un prodigio de esa cultura ancestral va con armonía y se entrecruza sin chocarse.
Hay autos y buses aunque pocos. En las motos van de a dos, con un capote plástico a mano para las lluvias previstas de mayo a octubre. En fin, los edificios tienen una fachada angosta de unos tres metros de ancho y se siguen sin corte. Esos frentes son de negocios, sobre todo de ropa y comida. Desde los suburbios, de a poco, se entra en barrios mejores, aunque con ese estilo ceñido para albergar a ocho millones de habitantes. Incluso en los
barrios ricos, las torres son de tres metros.
Hay algunas glorias del siglo XIX, como la municipalidad o la catedral católica (ahora en restauro) y otras maravillas como el Teatro de la Opera, el edificio de la República (efímera), y avenidas con restaurantes, edificios modernos y hoteles de primera para turistas. En los barrios hay fachadas pintadas al modo Viet y las casas tienen rejas y cortinas de metal, supongo que por los delitos que sucederán.
Las personas son por lo común delgadas, bajas y con caras granujientas. Muchas llevan barbijos porque millones de motos ensucian el aire. Hay otras causas: los efectos de la guerra cuando los vietnamitas fueron rociados con la dioxina que tiraron los americanos para doblegar al “Viet kong” y que causó graves trastornos genéticos y
destruyó campos y bosques. Al final los Estados Unidos debieron retirarse en 1975 fracasados. Ellos y otros países querían tomar posesión de esa estratégica zona del sudeste asiático: China, Rusia, Japón y Tailandia. La gente no protesta por el gobierno comunista, porque hay un cierto orden. Lo primordial entre vietnamitas es respetar a los ancianos y mantener las buenas relaciones. La gente guarda tradiciones en la comida y los niños te sorprenden al saludarte con la fórmula de cortesía: Te invito a cenar.
No hay templos budistas a la vista, salvo alguna pagoda para los visitantes, porque el budismo es religión del 12% del pueblo. Otro 11% son los católicos, cuyas parroquias se alojan en los edificios más raros, porque no pueden edificar iglesias, sino solo compra pequeñas propiedades y hacerlas parroquias. Conocí una, cruzada por una calle, en donde la gente participaba desde un edificio de enfrente. Estuve en sacristías de un metro
cuadrado. El catolicismo se practica en silencio, con cantos e instrumentos.
En la iglesia-pagoda de los dominicos, reconstruida, no supuse yo que me vería ante al retablo con los nombres de los 117 mártires de Tonkín, y que el primero sería el de mi lejano pariente por parte de mi madre: José María Díaz Sanjurjo, canonizado por Juan Pablo II. Sabía de él por mi genealogía, aunque jamás imaginé que debía viajar hasta allí para hallar a un santo de mi familia. Mi corazón latió fuerte y sentí que unas lágrimas brotaban de mis ojos por aquel obispo gallego sabio y valiente, a quien decapitaron a los
39 años.
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