¿La religión, opio del pueblo o vitamina de los débiles?
Durante todo el s. XX tuvimos que soportar la difamación de la religión comenzada por Marx en el s. XIX: la religión sería «el opio» del pueblo, e.d. una droga que deja a la gente idiota, pasiva y sin fuerza. ¿Desde dónde llegaba Marx a esa expresión? ¿Cómo había encontrado ese resultado? No era fruto de estudio, sino la aplicación de su resentimiento a la vida de los religiosos. ¿Cuáles eran los presupuestos y conceptos previos de Marx? Que la Iglesia y sus comunidades eran pasivas frente a las necesidades de los pueblos y que Dios sirve para mantener el «statu quo», ed. las situaciones que mantienen a los poderosos de turno. ¿A quién beneficiaba esa expresión tan usada? A los anticlericales, ateos y masones de los ss. XIX y XX.
Más oportuna parece ser la expresión «la religión es la vitamina de los débiles», porque la religión posee la fuerza de sostener y guiarnos en nuestras necesidades espirituales, psicológicas, emocionales, sociales y materiales, mucho más que cualquier otro elemento presente en las sociedades y culturas. Por ese motivo, después de un siglo y medio de crítica despiadada a la religión (moda asumida con regocijo por las «intelectuales y literatos» argentinos) lo que se ve hoy en día es un resurgimiento de la vida religiosa en las principales religiones del mundo. Es un fenómeno actual que lejos de ceñirse a un solo comportamiento, permite abarcar un espectro muy amplio, desde el fundamentalismo conser vador hasta los movimientos de liberación y emancipación. El débil, el pobre, el enfermo, el marginado, el olvidado encuentra en la comunidad religiosa una fuerza que nos da identidad, sentido y dirección.
La religión es la vitamina de los débiles. Se comprueba hoy tanto en el cristianismo, como en el Islam, en el confucianismo y el budismo. Todas las religiones que se preocupan por las necesidades de sus pueblos, lograr la cohesión y la unidad de las gentes. Solamente en el «occidente» secularista (sin Dios) y moralmente relativista, el cristianismo está en decadencia irremisible junto con la gente de esas naciones «avanzadas». Cuando Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II quería que la Iglesia se «modernizara». El Papa Juan Pablo II cam bió su discurso y pide a la Iglesia que se re-evangelice, es decir, que vuelva al Evangelio y una actitud comprometida con la fe que se profesa, porque hay que dar testimonio. En América Latina, donde todavía quedan muchos enclaves de gente con fe católica, podemos librarnos de la decadencia, si asumimos con renovado vigor el llamado de Jesucristo.