La Iglesia. ¡Oh, nuestra Iglesia!
Los modos de hablar muestran ideas y creencias. Por eso, se ha difundido un estilo periodístico, radial, y televisivo que habla de los obispos de la Iglesia llamándolos «la Iglesia». Ese modo de hablar confunde a los creyentes y podría ser vehículo de menosprecio. Quiero criticar a quienes hablan de la Iglesia como si fuera un «asunto de otros». No me refiero sólo a los mencionados antes, sino a todos los católicos. Hablan de su parroquia y de la comunidad como si fuera «obra de otros». Hay en esto un error, excepto si el que habla es un no-cristiano, porque por el hecho de ser bautizados, pertenecemos a la Iglesia, aunque seamos pecadores. ¿Cómo hay que decir «los curas» o «nuestros sacerdotes»? Cuando alguien de una familia va a la cárcel o se suicida, no es bueno encerrarse. No podemos ser falsos: los que abortan (crimen nefasto) van tranquilamente como si no fueran asesinos. No vamos a escondemos porque algo malo suceda en nuestra familia espiritual. La Iglesia de Jesús que conoce la vida maravillosa de sus santos, conoce también épocas tormentosas sobre las que debemos pedir perdón. Lo malo que acontece a los miembros de nuestras familias, no los hace «otros». Por eso, la Iglesia permanece a pesar de las faltas de sus integrantes. La razón es obvia: Cristo aseguró que estaría con su Iglesia hasta el final de los tiempos.
La buena conciencia nos lleva a recuperar la relación con «nuestra» Iglesia, «nuestra» comunidad, “nuestra» parroquia. Así cuando en el mundo nos sentimos perdidos, recuperamos el entorno o mundo doméstico, en donde volvemos a ser «alguien». Las abuelas de nuestras iglesias miran con cariño a los niños del catecismo porque son «sus niños», les pertenecen por ser bautizados. Los fieles miran a los novios con amor porque son «sus hijos» que se casan. Los que participan de las exequias ven partir con pena y amor, a «un hermano» que ha terminado su peregrinación y va al encuentro de Jesucristo. En cambio, pense mos en el mundo: se desgarra por el caos de la sociedad y sus dirigentes. Mientras tanto, cada parroquia es un «marco de referencia» del orden que Dios quiere en la fraternidad. Basta tener presente lo que han hecho las parroquias católicas argentinas durante el año 2002 en términos de solidaridad. Es incalculable la ayuda proporcionada a la gente: algunos mencionan la cifra de 50.000 toneladas movidas en el año de la crisis. La mejor imagen es la de un coro donde todos cantamos y, sin embargo, se oye la misma palabra: en este caso «todo hombre es tu hermano». Por consiguiente, la parroquia no es «obra de otros» en la medida en que yo he contribuido con un kilo para los que sufren. La comunidad es también «mi obra propia». Así, podemos decir «nuestra Iglesia», «nuestra comunidad».
La comunidad cristiana o parroquial es una actividad de otros y, al mismo tiempo, propia y nuestra. La expresión «mi parroquia» puede significar «la parroquia a la que voy», o «la obra de mi esfuerzo durante años». He visto últimamente fieles que, al despedirse de su comunidad, han llorado por tener que irse a otros países para asegurar su vida. Esas lágrimas son la imagen de un corazón roto por tener que dejar la presencia en la comunidad, en la cual uno pensaba prolongarse; y tener que marchar al exilio para buscar otra de la misma o semejante calidad.
La comunidad cristiana es mucho más que un individuo. No existe sin individuos, pero no se identifica con alguno de ellos, por más saliente o pecador que sea. Cada uno nos insertamos en una comunidad y cada comunidad en la Católica. Por eso, aún después de nuestra muerte seguirá existiendo la Católica y, nosotros en ella, de modo invisible, pero real.