La Argentina Hambrienta

La envidia

Los cristianos estamos llamados a la unidad, a semejanza de la unidad que hay en la intimidad amorosa de Dios, Uno en Tres Personas distintas.

Algo que atenta mucho contra la unidad es la envidia. Esa palabra viene del latín «invidere» y significa «mirar con malos ojos». La envidia es un vicio culpable que predispone a mirar con malos ojos los bienes poseídos o realizados por otros. Envidiar es afligirse pensando que los demás tienen una superioridad que le correspondería a uno mismo. No hay que confundir envidia con la tristeza que provoca el éxito de los malos, ni tampoco confundirla con los celos. En el lenguaje cotidiano confundimos celos y envidia, como si fueran iguales, pero no es así. El celoso no desea que el otro pierda el bien que ve, sino se aflige porque se considera menos favorecido. Un estudiante tiene envidia cuando se enoja por el éxito de un compañero y desea que le vaya mal en la prueba. Un empleado tiene celos cuando, sin desear el mal a su colega y alegrándose que le vaya bien, siente tristeza porque a él «no se le dan» las cosas. Si lo que «no se da» es honesto, bueno y digno, ese celo no es malo, sino bueno. Si lo que te pone triste es algo malo, deshonesto e injusto, el celo es malo.

La envidia, en cambio, es siempre mala. Es un vicio dañino. Es el fruto más desagradable del egoísmo y del orgullo. Deberíamos alegrarnos cada vez que le va bien al prójimo. Al menos esa es la doctrina constante de la Iglesia Católica, recibida por S. Tomás de los S. Padres, y transmitida hasta hoy.

¿Cuál es la causa de la envidia? La principal es el orgullo que no puede soportar que haya personas superiores en algún aspecto, el orgullo no acepta competidores. La envidia es una fuente infectada que produce muchos de males. Esa es la malicia intrínseca de la envidia. Por eso, la envidia es uno de los siete pecados capitales. P.e., el envidioso siente un alivio a su mala tristeza cuando al prójimo envidiado le va mal. El envidioso es como un perro rabioso: muerde a cualquiera para sacarse lo que lo enferma. Esto explica por qué la envidia es pecado mortal y uno de los más graves. S. Pablo coloca a la envidia entre los vicios que impiden entrar en el Reino de los cielos (Gal. 5:21). Puede ser pecado venial, si la materia envidiada es poca cosa, o cuando no se consintió en ese sentimiento malo.

Los que formamos una comunidad cristiana sabemos que la envidia puede destruirnos; por eso, la evitamos como al peor de los contagios. Es tan importante la unidad de cada comunidad en la Iglesia, que pedimos al Espíritu Santo nos cuide de caer en este vicio. Sufrimos cuando sabemos que otros cristianos envidian los bienes que recibimos de Dios o las obras que hacemos para su gloria, inspirados por su Gracia. No nos atribuimos a nosotros la generosidad de nuestra comunidad: es el Espíritu Santo el que mueve los corazones. No averiguamos cómo pudimos concluir las obras emprendidas: es Jesús el que nos ayuda cada día. No sabemos cómo podemos tener tantas iniciativas evangelizadoras: la Virgen María, S. José y el Arcángel Gabriel interceden por nosotros.

Alegrémonos cada vez que nos enteramos que otros triunfan. La mejor vacuna contra este pecado es valorar y estimar a los demás como mejores que nosotros, y reconocer que lo que somos es un don inmerecido que viene de Jesús. Ceder a la envidia es dejar que el pecado original haga su mala obra. Vencerla es una Pascua.

Los efectos

Es fácil detectar al envidioso. Sufre del corazón y de angustia. El dicho popular lo expresa bien: la envidia reseca. S. Gregorio Magno dice que los hijos de la envidia son el odio, el chisme, quitar la buena fama, ponerse contento del mal ajeno, disgusto por el éxito de los demás. Los chismes rompen la amistad porque se habla con mala intención del amigo, o vecino. La tristeza por el éxito viene del intento del envidioso de que el envidiado no pueda triunfar. La envidia ha tenido un papel penoso en la historia de la humanidad. El libro de Helmut Schoek sobre la envidia es un tratado acerca del influjo de ese pecado en la vida humana.

Cada uno debe ponerse bajo la acción del Espíritu Santo para evitar la esclavitud de este vicio. La gracia de Jesús puede librarnos de este pecado que ha causado y causa tanto dolor en el mundo, que ha roto y rompe tantas amistades. La envidia es enemiga de nuestra misión evangelizadora: porque paraliza a los buenos, hace sufrir a los creativos, es la causa de las persecuciones. La Biblia entera nos enseña sobre la envidia. S. Pablo afirma que «algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad» (Filip. 1:15). Y S. Pedro a los recién bautizados les recomienda que «rechacen toda malicia, hipocresías y envidias».

Los remedios

La envidia es fruto del orgullo. Por eso, la mejor medicina es crecer en la humildad. Juan Bautista es ejemplo de esta humildad cuando afirma que «es necesario que Jesús crezca y yo disminuya» (Ju. 3:30). Aceptar los trabajos más sencillos, incluso despreciados por otros, sin mencionar el asco que pueden producirnos, sino alegrándonos de imitar al Salvador. Suprimir el rencor hacia la gente y mejorar las relaciones de la caridad. Crecer en el amor al prójimo, conservar el corazón alejado de la tristeza, mantener la alegría ante cualquier eventualidad, incluso las que llegan de los seres más inesperados. La humildad y la caridad hacen más por el mundo que todos los planes. Meditemos en Cristo que «se hizo nada» por nosotros. Esa humildad y amor del Salvador nos han liberado del pecado original, cuyas consecuencias debemos ir venciendo en la vida de la fe. Así quedamos libres de la envidia, y podemos corregir a los envidiosos.

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