La disolución nacional
En la celebración de los 192 años del 25 de Mayo, el cardenal porteño pronunció palabras graves que debemos recordar. Afirmó: «Hoy como nunca, cuando el peligro de la disolución nacional está a nuestras puertas, no podemos permitir que nos arrastre la inercia, que nos esterilicen nuestras impotencias, o que nos amedrenten las amenazas».
Cuando yo era chico, la palabra «disolución» se aplicaba a la vida lujuriosa de los jóvenes, a quienes además se llamaba «disolutos». Por primera vez, en muchos años, alguien advierte que «estamos a las puertas de la disolución». Por eso, es bueno detenernos a reflexionar sobre el sentido más profundo de la afirmación del primado de la Argentina.
La disolución es la pérdida de la fuerza o las virtudes de una sociedad, causada por la muerte de los ideales, los valores, y el trabajo para mantenerla unida. No se origina sola: tiene causas. La principal es la presencia de un veneno que permite disolver a los demás, produce el trastorno y el fin de la vida social. Para que haya disolución se necesita que el veneno haya entrado a todos los niveles del cuerpo social. Estar ante el peligro de disolución nacional es que el veneno se ha infiltrado también en nosotros, inconscientemente pero ha entrado.
¿Cómo se manifiesta ese veneno disolvente? Ya no se trata de las costumbres lujuriosas o adictas de los jóvenes, sino de muchos otros elementos por donde ha ido penetrando el veneno. Lo primero es la falsedad y la mentira. Hemos admitido- como si no fuera un tumor maligno- la presencia de infidelidad, falsificaciones, traiciones, engaños, embustes llenos de malicia, fraudes. Frente a la malicia, los buenos se sienten «impotentes», como si no se pudiera frenar el alud que provoca la falsedad. Es preciso detener el embuste con seriedad y tranquilidad. Sólo así el país volverá al camino de los principios morales.
Otro elemento de la disolución es la corrupción. Antes los únicos que se «corrompían» eran los jóvenes. La realidad ha superado eso: se ha alterado la naturaleza de la persona humana de tal modo que «huele a podrido» y que todo el aire ha quedado «impuro» y capaz de contagiar con sus mismas a cuantos se acerquen allí. Instituciones enteras están haciendo lo moralmente inmundo y per siguiendo a los que aún creen en el valor de las leyes. La descomposición mal oliente se da, en especial, por las dádivas de dinero, fama, o poder que se dan y aceptan para obrar en el sentido que es inmoral. Ese veneno es terrible porque ataca con ferocidad a los que se mantienen incorruptos. Ante la corrupción, la peor actitud es el silencio y la aquiescencia, porque eso mantiene las aguas estancadas en la podredumbre. Es menester expeler de la sociedad hasta el menor signo de soborno y compra de lo que corresponde hacer como parte del propio trabajo. Detener no la podredumbre, sino a los que evenenan el agua de la sociedad, y la disuelven.
El tercer elemento es el cinismo. Este es una filosofía de quienes no tienen en cuenta para nada las convicciones, sentimientos y tradiciones de los demás. Es la filosofía de la indiferencia, que está detrás de la «disolución». En la práctica el cinismo se manifiesta cuando los que hacen actos desvergonzados, corruptos, disolventes no se ocultan y no sienten dolor por lo que hacen, como si fuera natural. Ante el cinismo lo peor es someterse y callarse la boca: por eso, el cardenal advierte sobre la inercia y la pasividad. Es preciso decir abiertamente nuestras convicciones, expresar los sentimientos y defender las tradiciones.