Entierro entre los nativos
Larry Bernard tomó vacaciones en julio de 2010 y me pidió que fuera a ocupar su lugar en Laguna , un pueblo de 1699 en una reserva indígena de los nativos en New México.
La secretaria era Catalina y había un hermano franciscano, Joseph. Catalina vivía en un pueblito cerca. Un día preguntó: ¿Podría ir mañana a una Misa de entierro en Mesita? Acepté y vino a buscarme en auto con su marido. En el corto viaje me contaron que la muerta era una madre soltera con sólo un hija. Por eso, había sido menospreciada en el pueblo. La Misa era a las 11, porque primero tenían que hacer su ritual en la kivá, adonde sólo entraban los nativos. Cuando llegué ya estaba la difunta en la pequeña iglesia, en el suelo cubierta entre mantas de color. El rostro estaba descubierto. Celebré la Misa en inglés y prediqué lo mejor que pude.
Al final del rito tomé la cruz y fui hacia la puerta. Unos varones cubrieron el rostro y trajeron a pulso a la mujer. La colocafron en el piso de una camioneta con suficiente espacio atrás: eran seis hombres que se sentaron tres de cada lado. Tenía yo en la mano el agua bendita y un varón se acercó y llevó el acetre junto a mí. La gente pensaba que me iría, pero fui directo adelante del camión. Pedí una gorra, pues el calor era terrible. Comencé a caminar y el hombre a mi lado me dijo ser hermano de la difunta y que él me guiaría hasta el cementerio. Un largo trayecto bajo el sol quemante.
Al llegar había un gran rectángulo abierto en la tierra, y muy hondo. Primero los chamanes de la tribú su pusieron a la cabecera del foso y la multitud enfrente. Me llamaron para que me pusiera junto a ellos. Cantaban una letanía en idioma Pueblo. Tenían la cabeza cubierta con unos gorros bordados. El cuerpo estaba sobre la tierra excavada. Lo bajaron al hueco y comenzaron a poner todos los objetos de la difunta: ropa, vajilla, recuerdos; trajeron comida para el viaje que pusieron junto a su cabeza: frutas, y otros alimentos. Luego llenaron todo con la tierra sacada. Antes de irnos me dijo el hermano, que la hija estaba allí llorando. Tendría unos veinte años porque la madre era joven. Me llegué hasta ella y le dí un abrazo y se calmó. Luego dije a la gente: Por favor imiten mi gesto. Me incliné ante la tumba y dije en voz alta: Te honramos y despedimos con amor, como no lo hicimos cuando vivías entre nosotros. De inmediato, la gente se inclinó y repitió esa frase. Al volver el esposo de Catalina dijo: Es la primera vez que un sacerdote nos acompaña al cementerio. Estamos muy emocionados. Callé.