El problema de la medicina
Preguntar sobre el sentido de la medicina es preguntar sobre la vida, la muerte y la enfermedad. Somos personas creadas, y por eso limitadas, que vamos hacia el envejecer y el declinar. Por eso, no podemos pedir todo a la medicina. Ante una población que ha sido convencida de que la «última palabra» la tienen los médicos, la medicina se ha replegado en la despersonalización. Hay que devolver a la medicina su aspecto personal, dejar el tratamiento técnico (the cure) para volver al trato humano (the caring).
Juan Pablo II lo decía: «Hay que tener una visión mejor de la salud, que se funde sobre una concepto del hombre respetuoso de su integridad. La salud no es sólo ausencia de enfermedad, sino armonía entre lo físico, psíquico, espiritual y social» (nov. 1999).
El sentido de la medicina es el amor, porque en él se centralizan los valores morales más altos. Si la medicina se preocupa sólo de su eficiencia y el rendimiento económico de sus instituciones, se dejarán los derechos inalienables de la persona humana y los fundamentos de la Justicia Social.
En efecto, los tratamientos son más costosos, y por consiguiente, la desigualdad entre personas ha aumentado. Los hospitales donde se atienden los pobres, en cada país, son centros de pésima atención a nivel técnico, científico y humano. Muchos médicos, salvo excepciones, están deseando «irse» para sanatorios ricos y máquinas sofisticadas.
Así, el problema de la medicina es moral, cultural y político. Moral, porque se le pide a la medicina lo que no puede dar: que quite la muerte; porque el pobre queda excluido; y porque los recursos del Estado (que provienen de cada habitante) no son destinados al Bien Común. Cultural, porque se usan los recursos de los Estados para algunos pacientes, en desmedro de los demás; porque la gente se acostumbra a que su hermano pobre no goce de los beneficios que le corresponden por ser humano. Político, porque al Estado le corresponde por la Justicia social, tutelar el Bien Común, y no sólo los requerimientos individuales.
Hay algunos enfermos privilegiados, cuyos tratamientos costosísimos los paga el Estado, a raíz de una propaganda mundial exasperada. Los ancianos y personas envejecientes son «olvidados», sobre todo si no cuentan con recursos propios. Además de la demanda privada a la medicina, está la obligación de servir al «Bien Común». Juan Pablo II decía: «No puede tolerarse que la limitación de los recursos económicos en la faja más débil de la sociedad, le prive de la necesaria atención sanitaria. Es inadmisible que esa carencia de bienes excluya de los tratamientos a los más frágiles: la vida que nace, la discapacidad, la enfermedad terminal. Cualquier persona tiene derecho a sentarse en la Mesa del banquete común, y disfrutar del desarrollo de la ciencia médica y sus tecnologias, porque cada uno ha sido creado a imagen y semejanza de Dios» (nov. 1999).
Es menester que los hombres y mujeres inteligentes descubran los modos en que la atención sanitaria sea vista desde la Justicia Social, y que se con ceda a cada hombre, a todo el hombre y a todos los hombres el bien de la salud, que no depende del «mercado económico». Cuando la atención sanitaria se rige por la oferta y la demanda, millones de seres quedan desamparados en contra de la ley de Dios y la fraternidad humana.