El milenio: incertidumbres y esperanzas
Vivimos tiempos difíciles. El materialismo que nos viene del Norte ha reducido a la persona humana a un «consumista» de productos. Si bien algunos pueden darse «el lujo» de comprar extravagancias, millares de familias están sumidas en la miseria. El «sistema liberal» busca el lucro a toda costa. Eso benefecia sólo a los poderosos y es la fuente de injusticia, desigualdad y marginación. Este predominio del dinero sobre lo demás y la idea de que hay que satisfacer enseguida cualquier deseo, han conducido a la gente a vivir en el individualismo, e. d., donde lo más importante es el «yo», a costa de la indiferencia hacia las personas sin bienes. Miles han dejado las instituciones de medicina prepaga y muchos más nunca tuvieron cobertura médica. El Estado es responsable de la mala administración de los fondos: cuando escribimos esto, las farmacias han decidido no atender más a la obra médica de los jubilados, por carencia de pagos. La «opción preferencial por los pobres» parece haber quedado en los libros como testimonio de lo que se pensaba en 1979. Ha cambiado el modo de pensar y actuar crece la indiferencia por los demás, y la falta de solidaridad. La colecta «Más por menos» indica los que que más aportan son los más pobres, y los más ricos sólo dan unos pocos centavos. Ese individualismo es grave, porque hace desaparecer el sentido mismo de la existencia humana.
A esto que sucede en la sociedad, podemos agregar algunos elementos del ámbito de la Iglesia. Así p. e. el uso de los bienes por muchos católicos sin una preocupación por los pobres; una cierta indiferencia de los clérigos ante los dramas de las personas en dificultad; la poca «credibilidad» de algunos personajes eclesiásticos; la falta de formación calificada de los laicos: el lenguaje incomprensible con el que generalmente se transmite la fe; la desaparición de la oración en familia; el abandono del sacramento de la confesión: y, para hablar de lo que sabemos más, la falta de apoyo a la prensa católica y a las instituciones que animan proyectos de inspiración cristiana.
En el horizonte, como el vigía, divisamos algunas señales de un nuevo día. Los jóvenes buscan espiritualidad. Muchos laicos comprenden la necesidad de un cristianismo de convicción y no sólo de tradición. Aumentan las peregrinaciones a los santuarios. Nacen grupos de oración en parroquias y movimientos. Aparece en las parroquias una cultura de la amistad, en donde cada uno trata a los demás con estima, apoyando, construyendo, corrigiendo, opinando, sirviendo. Surge la «cordialidad» hacia las personas que viven en situación matrimonial irregular.
Importa la comunidad parroquial como el lugar fundamental de la comunión de la Iglesia: en ella se puede vivir la corresponsabilidad, sin exclusiones ni marginaciones. La parroquia es, hoy por hoy, el lugar privilegiado para el anuncio del Evangelio y para una fuerza misionera de la Iglesia De modo especial, estamos comprendiendo que la gente quiere menos palabras y más gestos; y que es preciso proponer claramente la persona de Jesucristo como la «luz de los pueblos», y hacerlo con la Biblia en la mano.
Al terminar el segundo milenio cristiano hagamos un examen de conciencia, y demos los pasos para renovar el lenguaje de la fe, valorar la experiencia del pobre, confiar más en las fuerzas de la juventud, promover una vida cristiana que de frutos de santidad, como nos mostraron Ceferino Namuncurá, Mamerto Esquiú y el Cura Brochero.