El liderazgo de la mujer en la Iglesia
Desde hace unos años ha cambiado el modo de mirar el horizonte, en la iglesia. En lugar de mirar al mundo con sospecha, hemos comenzado a mirarlo como bueno, salido de las manos de Dios. En lugar de mirar primero a la jerarquía, hemos comenzado a mirar a todo el Pueblo de Dios. En vez de mirar sólo hacia dentro, hemos comenzado a mirar hacia fuera. Estas nuevas «miradas» están cambiando el funcionamiento de la Iglesia.
El primer gran cambio es la exigencia de la mujer a ser tratada como persona digna tanto en el hogar como en la vida pública. Ese fue el paso que dio Juan XXIII (Pacem in terris, 1963). Poco después, bajo Pablo VI, el Concilio declaraba la igualdad del varón y la mujer, ambos participantes necesarios en la edificación de la comunidad cristiana (Lumen gentium, 1964).
La existencia del «sexismo» que discrimina a la mujer en la sociedad y en la iglesia, ya no molesta, porque ellas han desarrollado un liderazgo antes reservado al varón. La mujer ya no se define en relación al varón. Sin quitarle su rol femenino -madre y esposa -, ha hecho compatible su presencia por doquier como psicóloga, senadora, médica, periodista, o gerenta.
Sin embargo, hay cuestiones graves sin resolver. Escribí sobre las «jefas de familia» (La Voz del Peregrino, enero 1999). El sueldo de la mujer es 25% menor que el de los varones, en la misma situación. ¿Qué pasa con los hijos, si ella debe salir a trabajar y nadie se preocupa de ellos? El declinar de las vocaciones llevó a la mujer a desempeñar un papel más activo en la iglesia. Hoy alrededor de un 80 % de mujeres ocupa cargos en la vida parroquial. Sin ellas sería casi imposible asegurar los servicios imprescindibles de las comunidades. Hay algunas que son secretarias de la diócesis o tribunales, otras ejercen en hospitales, cárceles, comedores. Deben ocuparse de cuestiones sociales, religiosas en comunidades marginadas por los gobernantes. Los laicos, incluyendo las mujeres, pueden realizar ciertas funciones litúrgicas y ocupar puestos eclesiásticos, según el Derecho canónico de 1983. Pero no pueden ser «ordenadas» ni siquiera de acólitas o lectoras, y no pueden tener en la iglesia una función que requiera el ejercicio de potestad de gobierno (una mujer to puede ser «vicaria» para las religiosas). Esto ha originado frustración en los países con mujeres poseedoras de formación teológica, canónica, pastoral o espiritual, porque no pueden servir en cargos «oficialmente» reconocidos. Aunque, en casi todas partes se paralizaría la catequesis, sin la presencia de las mujeres.
¿Qué hacer para preparar un futuro nuevo? Ante todo, defender a las mujeres en la sociedad, apoyando sus demandas de igualdad (salario, oportunidades, cuidado de la salud, jubilaciones, cuidado de hijos menores de edad, horarios alternativos, etc.) Luego, construir comunidades de decisiones compartidas. La presencia de mujeres líderes en los «consejos», hará más fuertes a las comunidades. En tercer lugar, que las mujeres se preparen para asumir las oportunidades que les brindan la iglesia: en diócesis y parroquias, en movimientos y asociaciones, como lectoras, ministras de la Eucaristía o del alivio, consejeras espirituales, matrimoniales o familiares, catequistas, directoras espirituales, animadoras vocacionales, participantes en sínodos y asambleas diocesanas con derecho a voto.
La iglesia de Cristo es un cuerpo vivo, animado por el Espíritu Santo, que suscita variedad de llamados para cada época y lugar. Lo importante no es tener un puesto de poder, sino ejercer una autoridad moral y aceptar los desafíos de la hora.