El dolor por la muerte de un ser querido es sagrado:
De golpe, la muerte toca a un ser querido y se nos va en pocas horas, algo muy feo nos pasa. Nos vemos heridos, tullidos y gritamos a Dios:
¿Por qué permitiste esto? ¿Dónde estabas?
A veces las cosas pasan tan rápido, que ni hay el consuelo de la Iglesia.
Cuando la gente buena nos da ánimo, sentimos ganas de decirles que se callen, aunque nos digan que nuestro hijo, o hermano, o madre están en el Cielo, o ahora están mejor.
Cuando voy a la guardia de un hospital para atender a una victima de un choque o a alguien golpeado por un ataque brusco, nunca me animo a decir que está en un lugar mejor y que Dios sabe lo que hace, como hacen algunos. Me quedo en silencio, con piedad, pues mi presencia vale. La gente quiere compañía, no palabras.
Precisamos copiar a Jesús en el duelo de Marta y Maria de Betania:
¡Señor, si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto!
Jesús dijo solo: ¿Dónde lo han puesto? y mostró hacia ellas su cariño: lloró.
No pronunció un discurso, sino sólo lloró. Con eso dijo todo.
El amor de Jesús fue la fuerza de las hermanas de Lazaro.
En sus lágrimas, Jesús mostró que asumía el dolor y la pena de ellas y las consideraba sagradas. Jesús mostró unión y esperanza.
La conclusión de esa historia, con la resurrección de Lazaro, nos deja perplejos, pues nos preguntamos: ¿Por qué mi historia no terminó como la del Evangelio?
Un antiguo relato dice que Lazaro dijo a Jesús: «No me despertó tu grito, sino tu llanto».
Lo peor de la muerte de un ser amado es quebrar una historia de amor. Un amor roto y destrozado. Quien queda aquí busca, pregunta, queda sin voz, y deambula.