El arte y la religión marginados
Las palabras de un antiguo poema bíblico (salmo 117) han sido aplicadas desde siempre a Cristo Resucitado: «la piedra rechazada por los arquitectos es ahora la piedra angular». La marginación de la religión por la sociedad no nos hacen perder el valor de piedra angular. El arte y la religión son decisivos para restablecer los vínculos en una sociedad gravemente enferma de narcisismo como la nuestra. Tenemos obligación de descubrir lo grande que se esconde en las cosas pequeñas de la vida religiosa: encender un cirio, entonar un canto, escuchar una música, gozar de unas flores, adornar con plantas, participar de una celebración solemne, hacer ayuno, separar ropas para los necesitados. Un dato: la mayoría de los 4 millones de CD de canto gregoriano grabados por monjes de un oscuro monasterio español fueron comprados por jóvenes. ¿Cómo es posible que una muestra de arte «medieval», y por lo tanto – según los genios de nuestra uni versidad – «oscurantista», tenga ese eco en la juventud actual? ¿Cómo algo tan mínimo puede llegar a ser un producto altamente valorado?
Está bien que los filósofos hablen y que respondan las cuestiones fundamentales de la existencia humana. Está bien que los antropólogos sepan crear la atmósfera para el diálogo, el entendimiento, la cooperación, la solidaridad, y la confianza.
Lo que está mal es que los religiosos nos resignemos a ser marginados por los «dirigistas» de los medios de comunicación. No es posible que aceptemos en silencio vergonzante que solo somos noticia cuando hay escándalos o el Papa está enfermo. Tenemos la obligación de conocer las verdades absolutas que orientan nuestro comportamiento y brotan de los principios puestos por Dios en nuestra inteligencia y corazón. Estamos viviendo una época de achanchamiento de lo religioso: hasta los mismos clérigos han convertido a lo grande del catolicismo en cosas banales; y lo mismo se diga de la «formación» católica de los colegios: no podemos aceptar que lo valioso y atrevido de la doctrina católica quede relegado a una dimensión chata y mezquina. Un ejemplo es el daño que sufrió la Iglesia durante los últimos años con las Misas de jóvenes guitarreros, cuando a ella se le reconoce haber sido la primera en mecenar las artes.
No podemos obligar a leer a un autor genial como Chesterton, que llegó a ser adalid del catolicismo por su atrevimiento, su desenvoltura para lidiar con los adversarios, y haber asumido el riesgo de interpretar la propia fe. ¿Por qué no surgen hoy católicos tales? Nadie piense que hablamos como «tradicionalistas», sino convencidos de que si no salimos a la palestra y dejamos la comodidad, la Iglesia será absorbida por la mentalidad atea, economicista de la vida, en la que «todo vale» y no hay ninguna verdad absoluta.
No podemos quedarnos con los brazos cruzados cuando los jóvenes responden que no les interesa saber lo que es bueno y lo que es malo, sino sólo reaccionar según sus sentimientos. Ya estamos sufriendo en carne propia – los argentinos – las consecuencias del capitalismo bebido a borbotones: está pasando por nuestras convicciones como una aplanadora que nada deja a su paso. ¿Cómo permitimos que semejante cáncer triunfe? No pretendemos una Iglesia «triunfante», pero no nos conformamos con una Iglesia que sólo bautice bebés y unja ancianos, o entregue alguna píldora «para ser buenos». La moral que enseñamos no es «católica», sino principios que tocan a todos los seres humanos. Ese ha sido el valor de los pensadores católicos: partir de lo que todos los hombres tenemos en común, y entregar una moral universal.