Condena al terrorismo
La salvaje toma de pasajeros de avión para estrellarlos contra las torres gemelas de Nueva York y la destrucción de una parte del centro militar norteamericano, el martes 11 de septiembre, señala una fecha que marcará a una entera generación en el comienzo del siglo XXI. En un momento en que la ciencia ha permitido hacer operaciones por computadora a distancia y en que la internet nos permite estar comunicados al instante con cualquier lugar del mundo, parecía increíble que tanta muerte, destrucción y suicidio fuesen posible y que, además, lo viéramos por la televisión.
Es cierto que el objetivo del ataque terrorista que ha conmovido al mundo eran los símbolos de la economía, la política y el poder. Pero también es cierto que el Papa, símbolo de la paz y el entendimiento entre los pueblos, fue víctima de un atentado fríamente calculado y del que quedó gravemente herido y sanó por milagro. Se han movido ingentes sumas de dinero para perpetrar estos crímenes de lesa humanidad. Nos unimos a cuantos lloran ahora, como en su momento hicimos con ocasión de la destrucción de la embajada de Israel en Buenos Aires y de la Asociación mutual israelita argentina. La indignación de hoy es tan grande como la que sentimos cuando se asesinaron ochocientas mil personas en Rwanda, o a causa de la guerra entre «cristianos» tutsis y hutus en Burundi, o en Chechenia y la ex Yugoslavia.
Tanto dolor exige explicaciones e interrogantes de fondo. No es este el lugar de darlas o hacerlos. Hay un largo magisterio del Papa y los obispos rechazando de plano el terrorismo como método para protestar por las injusti cias y retrasos en el desarrollo de los pueblos, y condenando las ideologías que pretenden legitimarlo a base de pseudas reivindicaciones nacionales o «religiosas».
En el siglo XX fuimos testigos azorados del terrorismo de Estado aplicado por el dictador nazi en su pretendido «Tercer imperio germano» y por los dictadores rusos en el «archipiélado Gulag». Se trataba de un error histórico y filosófico sobre la sociedad: los que aseguran que van a implantar el «orden justo» pleno pasan de inmediato a una situación más inhumana que la anterior. No basta solucionar la producción de bienes y su distribución equitativa. Sin el respeto por la dignidad humana, la solidaridad y la participación de las personas, no hay justicia.
Se habla mucho hoy de que los actos terroristas han sido un golpe a la soberbia norteamericana. Los que así se expresan, periodistas locuaces, pseudo personalidades, parecen desconocer que el 11 de septiembre es un golpe a todo el sistema de vida de occidente, en el que estamos incluídos nosotros también. La intrínseca perversidad del terrorismo debe ser reconocida como principio de la paz en el mundo. Y, además, los magnates económicos y financieros del mundo no deberían aprovechar este momento para «ganar más», sino para solidarizarse más. Ese es el precio de la paz.