¿Cómo nos defendemos de la envidia?
Desde niños, tenemos la experiencia de la envidia. Es una actitud mala y dañina, que da origen a mucha gente resentida. Los celosos – olvidados de su propia valía – se dedican a molestar a los demás. Porque no hacen nada o lo que hacen es manco. Entonces no pueden tolerar que otros hagan «algo», que sea valioso.
El celoso intenta frenar a los demás, trata de romper lo que – con mucha labor – se ha logrado hacer y quiere ver como dejamos de bregar. Esta clase perversa de los celosos es la que daña u olvida lo que hicieron sus padres. Puede ser un sector del Estado, un grupo o una fábrica: los celosos son incapaces de poner el retrato de los que fundaron, solo dejan ruinas, en su afán de borrar el recuerdo de los primeros.
Al hacer algo – incluso sin ganar nada – ya sea enseñar a otros, estudiar algo, ayudar a pobres, reconocer el mérito, felicitar a los que triunfan, escribir un libro o un poema, componer una obra musical, edificar algo para el bien común, querer que haya cosas que queden en la memoria de la gente., si han servido para adecuarse a la nueva cultura, fundar grupos, o recobrar enfermos. No somos excepción: nos han atacado o anulado los celosos.
Los terroristas son un tipo horrible de celosos: les interesa solo el daño. Así fue a lo largo de la historia. Maquiavelo hace decir a un jefe guerrillero en las «Historias florentinas»: Debemos seguir matando y destruyendo si queremos que algún día nos saluden como héroes. Es mejor morir guerrillero que dejar las armas y que nos llamen cobardes.
¿Cómo nos defendemos de tales monstruos? Cuando alguien critica, frena o daña un proyecto, hemos de inventar 10 o 12 nuevos. A la envidia sólo se la vence con ingenio y creatividad. Un hombre de Dios vence a ese vicio capital, si comienza de nuevo sin desánimo. La gente animosa atrae ayudas y gente buena: no les falta quien los apoye. (In 15)