
A los peregrinos
La carta apostólica del Papa Juan Pablo II sobre la peregrinación, que hemos publicado en el número de septiembre, es un aliciente para cuantos hacen peregrinaciones a los distintos santuarios de la fe católica. Mis palabras son sencillas, intentan facilitar la tarea de los organizan peregrinaciones y de quienes participan en ellas. Les propongo unos temas de reflexión para meditar durante las marchas a pie o en los viajes en ómnibus.
¿Por qué hacemos una peregrinación?
Con la peregrinación adquirimos una identidad católica y nacional en unión a la sucesión ininterrumpida de los peregrinos que durante siglos han ido al valle de Catamarca, a Itatí, a Luján, a Salta, a Sumampa, a Mailín, y tantos otros lugares de santidad para honrar a Jesús y su Madre. Además, porque en la sociedad de la gente «asegurada», los peregrinos nos sentimos como «extranjeros en este mundo», según decía san Pablo. Con todo, tenemos una seguridad: Dios es Padre de todos y su misericordia alcanza a todas las generaciones, como cantó la Virgen María. Con esa certeza en el alma, emprendemos una peregrinación para orar. No existe peregrinación si no es «orante» y no tiene momentos de silencio, en los que podemos entrar en contacto con nuestro Salvador. Necesitamos reencontrarnos con nosotros mismos, tomar decisiones, buscar a Dios, pedir por la salud física y espiritual de nuestros parientes, amigos y vecinos. Nadie va a una peregrinación «a conversar», aun cuando al crearse un clima de familia entre los peregrinos, se siente las ganas de contar un poco de la propia historia. No con viene caer en esa tentación, por que vamos al santuario principalmente para encontrar en el Sacramento de la Reconciliación la paz que buscamos, y lo íntimo sólo lo exponemos ante el confesor para recibir consejo, consuelo y guía.
¿Para qué hacemos una peregrinación?
La peregrinación tiene un componente de dolor. Ofrendamos el dolor, el sacrificio, el esfuerzo y la molestia de cada uno y de la comunidad peregrinante al Padre celestial, en unión al Misterio Pascual de la muerte y la resurrección de Jesucristo, y en unión a la Iglesia sufriente en sus miembros más humillados por la marginación, el abandono y el desamparo, y a la Iglesia doliente en sus enfermos y disminuidos. Marchamos a los santuarios, ricos en milagros, para ser purificados y volver a asumir nuestra esperanza en que Dios salva al que recurre a El con corazón convertido y humilde. Por eso, pedimos y suplicamos paz, salud, concordia, reconciliación, visión. Vamos para renovarnos y, para eso, elegimos el medio más cansador.
¿Cómo se hace la peregrinación?
Caminamos sin cesar con el deseo de llegar a «la casa». ¡Cómo me alegré cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!, canta el salmo 121. Partimos en peregrinación con la sensación de qué somos débiles y necesitamos la ayuda del hermano o la hermana. El peregrino requiere como pasaje de su camino el desco de confesar las propias culpas, especialmente la vanagloria de querer salvarse solo y el desprecio de nuestro prójimo. La peregrinación se hace descubriendo que somos egoístas y que Jesucristo nos llama a «compartir». Peregrinamos con alegría, también, al saber que no estamos solos, sino que otros necesitan igual que nosotros recurrir a Dios. Es cierto, que con Dios podemos relacionarnos en cualquier instante y en cada momento. Y también es verdad, que la comunidad creyente nos ayuda en nuestras dudas, incertidumbres y desgracias. Dios nos ha hecho hermanos de una sola familia espiritual: con ella vamos cada vez que peregrinamos, sintiéndonos queridos y apreciados por los que comparten nuestra condición de mendigos espirituales, como el pobre Lázaro que quería las migajas que caían de la mesa del rico epulón.
¿Qué se hace durante la peregrinación?
Los peregrinos rezan. Esto es fácil de decir y escribir. Si no estamos acostumbrados, rezar nos puede costar, pues exige no sólo repetir oraciones vocales, sino levantar el corazón a Dios para encontrar en El, sólo en El, el descanso de nuestras almas fatigadas por el cansancio de la vida. Los peregrinos descubrimos que somos Iglesia y que igual que Jesús debemos rogar al Padre que se cumpla su Voluntad y no la nuestra. Cuando llegamos al santuario, sentimos deseos intensos de que Dios nos responda los interrogantes que le ponemos, o al menos, que El conteste al gesto de habernos movido hacia El. Para eso, es muy conveniente llevar unos textos del Evangelio, preparados de antemano en casa y colocados en cada bolsillo, como hacía Santa Teresita del Niño Jesús. En el momento en que nos vengan ganas de protestar a Dios de que no recibimos respuesta a nuestra súplica, sacamos esos versículos de la Palabra de Dios para animarnos y recibir la respuesta. Por que al elegir las palabras que escribimos en las tarjetas (o que otros nos obsequiaron antes de partir), Dios mismo estuvo inspirando esa acción y respondiendo por anticipado. El peregrino tendrá que aprender a sentarse un momento en silencio, sin decir nada, sin hacer nada, sólo mirando la Imagen sagrada, o bien cerrando sus ojos y las compuertas de su mente, para quedarse en la serenidad de la presencia de Dios. Con ese silencio completo en su alma (dejamos cualquier idea, persona, figura, acontecimiento al costado y le decimos «Después te atiendo») el peregrino va sintiendo la paz, la armonía, la alegría y el amor de Dios que inundan su ser.
¿Cómo se vuelve?
Volvemos de la peregrinación con el deseo de cambiar nosotros y transformar el mundo. Aceptamos que tal cambio lo podemos realizar con nuestra honestidad, trabajo responsable, y amor generoso. Volvemos con ganas de formar una mejor familia humana y parroquial. Volvemos con el corazón emocionado, porque el Padre de la misericordia, en «aquella casa del santuario», nos ha dado el abrazo de bienvenida a los hijos pródigos perdidos en nuestros propios caminos y regresados al único lugar de donde no deberíamos habernos ido. Y, lo más importante, cambiamos el circuito de visión de la vida: en lugar de tener siempre presente a nuestra izquierda el pasado y a nuestra derecha el futuro, colocamos el pasado a la espalda y el futuro delante nuestro. Miramos las tareas que nos esperan con confianza y sentimos que Dios ha renovado nuestra juventud y nos alegrado el corazón.
Que el Espíritu Santo nos conceda ir más allá de nuestras pobres fuerzas humanas y volver motivados a hacer algo por el bien de los demás.

